La enfermedad con nombre propio

“Es hora de enfrentarse a la realidad, es hora de seguir adelante y ser fuertes”. Estas palabras, que nunca olvidaré, me llegaban desde una cama de hospital. Hoy voy a mostrar a quién me las dijo que soy fuerte a los pies de ella; como enfermera. El primer paso para lograrlo es hablando de él, de su historia, de su enfermedad y  de cómo la viví. Te lo debo a ti abuelo.

Me llamo Nuria, soy enfermera y este es mi testimonio:

«Amanecer en San Juan»

Miro por la ventana, los cristales de mi habitación están empañados y las ventanas lloran agua fría que gotea en el suelo. Observo a la gente que pasea por la calle mientras dibujo con el dedo en el cristal, una manía que he tenido desde pequeña, al mismo tiempo miro hacia mi escritorio y veo el taco de apuntes de enfermería pediátrica que me lleva esperando desde que comenzó la semana. Hace frío, se nota que estamos en Diciembre y que pronto se acerca una de las fechas más mágicas del año, la Navidad.

Oigo la voz de mi madre llamándome desde la cocina y al girar la cabeza hacia la puerta me es inevitable mirar esa foto que adorna la estantería, con la que comparto secretos, sonrisas, alguna que otra lágrima y cada vez que la miro me pregunto cómo es que una simple foto pueda transmitirme y recordarme tantas cosas. Para mí, es una foto muy especial al igual que el que sale en ella, mi abuelo.

Hace veinte años, un día caluroso de Septiembre, era un día cualquiera para muchas personas pero no para mi familia, especialmente para mis padres y abuelos. Mi madre entraba por la puerta de maternidad del hospital Clínico de Madrid, yo había decidido ese día para nacer. Los médicos le habían informado previamente de que iba a ser una cesárea, puesto que el parto se presentaba de nalgas. A pesar de haber estado desde el quinto mes de gestación en una posición incorrecta, siempre he tenido muy claro cuál iba a ser mi posición en esta vida y lo que quería.

Lo que iba a ser una cesárea programada, finalmente se convirtió en una cesárea de urgencia, puesto que mi madre tuvo una hemorragia masiva y estuvo a punto de perder la vida. Mientras que en el quirófano todo el mundo sufría y luchaba por salvar la vida de mi madre, fuera, en la sala de espera se encontraban un padre y unos abuelos impacientes a la vez que preocupados.

A las 3.15 de la madrugada la preocupación y la impaciencia desaparecían para dar paso a una felicidad inmensa, una enfermera entraba conmigo en brazos y acercándose a mi abuelo le dijo:

–  Su hija ha sido una niña.

Mi abuelo sorprendido, le respondió:

–  Señorita he venido a ser abuelo, no padre.

Esta respuesta era  típica de mi abuelo y al mismo tiempo demostraba su inteligencia ya que aunque siempre ansiaba tenerme en brazos, tenía muy claro cuál era su posición y dejó que ese momento lo disfrutara mi padre.

Desde el momento en que nací me he sentido muy querida y mimada. Hacía mucho tiempo que en mi casa no se escuchaban las risas y el llanto de un bebé. Fui la primera hija, nieta y sobrina de mi familia. Después de las comidas familiares, los juegos de parchís y tertulias de sobremesa dejaron paso a un nuevo juguete que se movía todo el rato, no dejaba de reír y que con tan solo una mirada de ojos azules captaba la atención de todos.

Cuando mi madre se incorporó a su jornada laboral, lo que para ella fue la situación más difícil que había vivido hasta ese momento, ya que el no poder coger y ver a su niña durante el día era muy triste, para mis abuelos fue una alegría. Disfrutaban de mí todos los días y prácticamente todas las horas que el trabajo robaba a mis padres. Pero más triste fue para mi madre cuando llegó el día en el que dejé de mamar, ese día se dio cuenta de que se le había acabado la única escusa que utilizaba para escaparse del trabajo y poder verme, aunque solo fuera para disfrutar de mí escasas horas del día.

Llegaron los primeros pasos, las primeras palabras… pero hablar de eso sería seguir retrasando el momento. Cuando nos cuesta tanto encontrar las palabras y enlazar una con otra significa que  lo que vamos a contar nos supone un esfuerzo expresarlo o no queremos recordarlo porque nos lleva a revivir momentos duros, momentos que no queremos que hubieran pasado nunca.

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Como solía decirme una persona: “es hora de enfrentarse a la realidad, es hora de seguir adelante y ser fuertes”. Lo mejor es que estas palabras, que nunca olvidaré, me llegaban desde una cama de hospital, una cama que había sido visitada continuadas veces a lo largo de una enfermedad que duró ocho años. Y es que cuando de verdad supone un esfuerzo recordar hay que sacar fuerzas, por eso las voy a sacar, voy a mostrar a quién me dijo estás palabras desde una cama de hospital que soy fuerte a los pies de ella; como enfermera, y el primer paso para lograrlo es empezar por el principio, dejar de hablar de mí para pasar a hablar de él, de su historia, de su enfermedad y  de cómo yo la viví. Te lo debo a ti abuelo.

Mi abuelo nunca estuvo enfermo, era una persona que gozaba de salud, deportista, que se cuidaba. Era alto de estatura, de complexión y carácter fuerte. Parecía que nunca nada iba a poder con él pero hasta las personas que parecen más fuertes tienen algún momento de debilidad en la vida, este momento lo vivió  cuando se dio cuenta de que sus heces estaban teñidas de sangre, bien por no querer preocupar a los demás o por no aceptar la realidad de que algo no funcionaba bien, lo ocultó durante un tiempo.

No hizo falta ni dos semanas para que lo que tanto ocultaba mi abuelo saliese a la luz. Sin darse cuenta se encontraba en la consulta de su médico, la realidad de la que durante varios meses había estado escapando se plantaba ante él como cuando llega el invierno, de una manera fría, rotunda y directa recibía la noticia, tras haberse sometido a una serie de pruebas diagnósticas, de que tenía un cáncer de colon. Estas palabras atravesaron su tímpano como si fueran cuchillos, salió de la consulta con la cabeza cabizbaja, los ojos llorosos y de la mano de mi abuela como si de un niño débil, frágil y pequeño se tratase.

En esta ocasión era yo la que esperaba a mi abuelo en la sala de espera del hospital. Aunque era una niña supe enseguida que algo no iba bien, no veía la sonrisa a la que estaba acostumbrada y también veía las caras de preocupación. Ahora se, que el cáncer lo padece una persona y lo sufre toda una familia.

Aunque los primeros días fueron muy duros, poco a poco tanto mi abuelo como cada uno de nosotros empezamos nuestra lucha particular. Él luchando contra una enfermedad y nosotros luchando contra unos sentimientos y un dolor enmascarado a través de sonrisas y mucho cariño, que al fin de al cabo era la mejor medicina que estaba a nuestro alcance para darle.

Y así, el 23 de  Mayo, llegó la primera operación. Entrar al quirófano, conocer ese nuevo mundo en el que nunca había estado, para mi abuelo fue duro porque él no sentía dolor, no tenía ninguna molestia solo la anemia que mostraban las analíticas por las pérdidas de sangre. Él entraba con la esperanza de que al salir de la intervención, en ese quirófano se quedaran todos sus males, lo que no imaginaba era que ahí precisamente, comenzaba una lucha que se prolongaría durante ocho años.

Cuando se despertó de los efectos de la anestesia lo primero que hizo fue dirigir su mano hacia su tripa y comprobar que la marca que la enfermera le había realizado el día de antes de la operación ya no estaba. En su lugar había colocada una bolsa de plástico. Mi abuelo, aunque había sido informado, no era consciente o no quería serlo que de esa operación podía salir con una colostomía, pero de lo que sí que no era consciente era que la marca que aquel día le realizó aquella enfermera con un rotulador, se iba a transformar en un tatuaje de por vida y que lo que en un principio iba a ser una colostomía temporal, durante seis meses se convertiría en una permanente, durante toda la vida.

Una vez más él se derrumbó, le costó hacerse a la idea pero volvió a demostrar, como tantas veces hizo durante su enfermedad, el amor que tenía a la vida. Asumió, que como no tenía elección se tendría que adaptar a esta nueva situación y a todo lo que conlleva pero siempre le acompañó su frase: “El cáncer podrá conmigo, pero le costará trabajo” y así fue.

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Tras una estancia prolongada en el hospital, lo único que él quería era que le diesen el alta para poder ir a su pisito, que con ilusión había comprado cuando nací, para poder ver lo que más le gustaba, el azul del mar de la playa de San Juan. La pasión que sentía por ir a su “balneario”, como él llamaba a este lugar, era admirable, ya que aunque se encontrara mal siempre sacaba fuerzas para ir ahí.

Al año siguiente, concretamente el 20 de mayo, otra nueva e inesperada noticia llegó a nuestras vidas. En una revisión, a las que tenía que acudir periódicamente, se le descubrió otro nuevo pólipo maligno que había que extirpar en otra nueva intervención. Parecía que de cada operación iba a salir marcado de por vida, esta vez se trataba de una úlcera tumoral en la zona del sacro, la que hizo que mi abuelo no aguantase demasiado tiempo en la misma postura y le impidiera realizar otras muchas cosas que antes hacía.

A menudo nos sorprendía, haciendo las mismas cosas que siempre había hecho. Él siempre alcanzó sus metas y los objetivos que se propuso y uno de ellos fue hacerse su propia bodega debajo de su casa. Hacía esto para demostrarse a sí mismo y a los demás que a pesar de la enfermedad, seguía siendo el mismo de antes, con las mismas fuerzas y en cierto modo le servía de distracción para no pensar en lo que se le venía encima.

Según avanzaba el tiempo, también lo hacía el cáncer en su cuerpo, creando una metástasis a nivel pulmonar. Fue en este momento cuando se inició el tratamiento con quimioterapia, a pesar de ser un tratamiento de los más invasivos y de los que crean mayor número de efectos secundarios, en cuanto podía, mi abuelo emprendía rumbo a su “balneario”.

El tiempo jugaba en nuestra contra, las estancias y las visitas al hospital cada vez eran más largas y continuas. Ir por las tardes al hospital cuando mi madre salía de trabajar ya era una rutina en mi vida, pero a mí me encantaba ir a visitarle. Me gustaba cuando las auxiliares de enfermería le llevaban la cena en la bandeja y mi abuelo dirigía la mirada a la bolsa de comida, con caprichos que él quería,  que mi madre le llevaba. Al final era yo la que llegaba habiendo cenado a casa con la comida de su bandeja.

A mí siempre me gustaba cuidarlo, estaba deseando que la gente se fuese a tomar un café para quedarme a solas con él y así poder convertirme en su “pequeña enfermera particular”. Aunque era una niña, con estos pequeños cuidados que le proporcionaba, decidí que yo quería ser enfermera, que quería dedicar mi vida a cuidar de los demás.

Su muerte fue anunciada, pero no esperada. Nunca olvidaré aquel verano, había salido del hospital hacía una semana y ya estaba haciendo planes para ir a la playa. En esta ocasión, dependía de nosotros para poder ir ya que llevaba bastante tiempo sin poder conducir.

A veces pienso que él era el único que sabía que esta vez solo iba a hacer un viaje de ida. El viaje en coche se hizo eterno, ya no sabía en qué postura ponerse para no sentir dolor y aún así cuando llegamos quiso bajar a contemplar una vez más el azul del mar, esa sería la última vez, pues esa misma noche hubo que trasladarle al hospital por lo que parecía ser una gastroenteritis.

A la mañana siguiente, mi madre fue a recogerle como le había indicado el médico. Al llegar a la habitación éste le estaba esperando para comunicarle la noticia que llevábamos ocho años no queriendo oír. A mi abuelo no le quedaban ni 24 horas de vida, el fallo renal era inminente.

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El 19 de agosto mientras los demás niños jugaban en la piscina y hacían castillos de arena en la playa, yo no oía sus risas, oía el llanto de mi familia. Oía mi propio llanto al saber que mi abuelo se había ido, que ya no le iba a volver a ver. No pude despedirme de él, pero habían sido tantas veces las que le había dicho lo mucho que le quería que ya no hacían falta palabras.

Ahora, cada vez que voy a San Juan, a su “balneario”, miro el mar y siento que con cada ola él está conmigo, me está abrazando, porque él quiso que sus cenizas fueran mecidas por esas aguas. Cada vez que entro en una habitación y estoy con un paciente, siento su presencia e intento darles, al igual que a mi abuelo, la mejor medicina que está al alcance de todos, una sonrisa.

Oigo la voz de mi madre  llamándome desde la cocina y al levantarme me es inevitable mirar esa foto que adorna la estantería. Al incorporarme miro por la ventana, ya no veo a la gente caminando por la calle ni los adornos de Navidad, solo puedo ver en el cristal empañado lo que hace un instante estaba escribiendo con el dedo, el nombre de mi abuelo, Víctor.

1 Comment

  1. Magnífico testimonio el de la nieta-enfermera de Víctor. Y muy bellamente expresado. La enfermedad y la muerte de otros cambia de perspectiva cuando resulta ser de la de uno de los nuestros muy querido o, un poco más allá, cuando llama a nuestra propia puerta. Pero todo ello forma parte de la vida y todo ello nos ayuda a crecer como personas si, junto al recuerdo emocionado de nuestrso ser querido que se fue, podemos seguir aprendiendo para comprender y acompañar mejor a los demás en situaciones de vulnerabilidad. Enhorabuena, Nuria, porque creo que eres una alumna aventajada.

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